sábado, 23 de julio de 2011

Amayké (leyenda del Centinela)


Eran los primeros tiempos del Fuerte Independencia, que se había asentado entre los ricos valles y serranías de la hoy floreciente Tandil.

Algunos soldados que se aventuraban en cacerías por alejados rincones de las sierras, habían traído la noticia o la leyenda de una extraña jovencita de piel blanca, muy hermosa, que, como una gacela asustada, desaparecía si era observada y no podía ser encontrada por mas que se la buscara.

AMAIKE era una dulce flor de la región. Su madre, india, había muerto cuando ella era pequeña. Vivía con su padre, un hombre de aspecto curioso, de ascendencia extranjera. De él se decía que era hijo de una cautiva de un gran cacique.

AMAYKE había heredado la fortaleza de la raza aborigen y una belleza que la diferenciaba de las naturales de este lugar. Su vida de constante ejercicio a pleno sol le había dado flexibilidad y belleza.

Los aborígenes respetaban a AMAYKE como algo sagrado. Los sencillos y valientes pobladores de valles y serranías, crueles con sus enemigos declarados, encontraban algo de divino en aquella criatura misteriosa, de hermosura poco común, de mirada serena, profunda, que los hacia mantener a distancia, contemplándola.

Pocas veces se alejaba del lugar donde había nacido. De su choza oculta entre las roca y el follaje solo se alejaba cuando las quietas tardes primaverales llenaban los aires de perfumes y regalaban la vista con un verde nuevo. Entonces, recorría sus dominios naturales cruzando ágilmente arroyos y lomadas encrespadas de rocas, como una reina sin vasallos, con la alegría sana de la vida y la juventud.

Desde lo alto de una colina rocosa, un indio joven, enorme y fuerte, hijo de un cacique que fuera desplazado de su tierra por los nuevos dominadores del desierto, vigilaba, inmóvil, durante horas enteras la aparición de la maravillosa muchachita hasta que el sol se perdía en el horizonte.

En principio la miraba como una diosa, encandilado y cauto, a la distancia. Mas tarde, saltaba a su encuentro en cuanto la divisaba, ganando de a poco la confianza de AMAYKE, hasta que entre ellos nació un dulce y sano amor.
Todas las tardes, él se situaba en su mirador natural de la colina, como un centinela, y esperaba las salidas, cada vez mas frecuentes de la muchachita. El amor los unía con sus lazos de ilusión.

Tan repetidas se hicieron las salidas de AMAYKE que los soldados del Fuerte tropezaban con su visión continuamente y, aunque se les escurría con la misma facilidad de siempre, el comentario de la extraña pobladora de los valles llego a convertirse en leyenda entre los escasos habitantes...

Dos soldados que bebían en el bodegón del naciente pueblo hicieron una descripción de la silvestre muchachita y recibieron como respuesta una carcajada general. Por ello, juraron traerla a fin de que les creyeran.

Uno de los soldados había sospechado del encuentro periódico de la jovencita con el valiente indio de la colina y, a fuerza de vigilar, apostado en los senderos y con la complicidad de su compañero, logro sorprender a la escurridiza muchacha. Amayké, que jamas había sabido de violencias, pero era fuerte y curtida, lucho desesperadamente y se defendió con coraje para no perder su libertad. Pero nada pudo hacer...

Ya en plena noche, los soldados regresaban complacidos con su presa, la mas hermosa de las prisioneras.

Los rústicos candiles iluminaban en su bello rostro el temor, la desconfianza y también el desafío de sus grandes ojos acusadores.

Los captores, orgullosos de su “hazaña”, se dirigían al bodegón para mostrar su botín. Cuando, de pronto, ante un mínimo descuido y ante la posibilidad de perder su libertad, e incluso su vida, Amaiké dio un sorpresivo brinco, con felina agilidad y corrió hasta perderse en la oscuridad de la noche. Corrieron tras ella, pero un chapoteo en el agua del foso que rodeaba el fuerte, les hizo suponer que se había arrojado allí o que, quizás había caído involuntariamente.
Recién al día siguiente, con las primeras luces del alba, tuvieron la certeza de que la valiente jovenvita había quedado prisionera de las aguas a causa de las ligaduras de sus manos.

Muerta, para siempre su recuerdo se convirtió en leyenda...

Pero, en lo alto de la colina, por días y días, el enamorado indio la aguardaba... el siguió firme en su mirador, con la esperanza de volver a verla. Su figura, recortada en el cielo de la tarde, se hizo habitual para quienes dirigían su mirada a la lejana sierra, constante, inmutable. Su quietud lo hacia parecer como una roca, desafiante de los vientos y las lluvias. No se sabe en que momento ni porque milagro de su eterna quietud, llego a convertirse en una verdadera piedra...

Y hoy, desde lo alto de la sierra como un misterioso vigía de la comarca, se yergue, firme y arrogante la enorme mole denominada “el Centinela”.
Los turistas enamorados que visitan el lugar creen adivinar, aun hoy, en la piedra, la figura de aquel que todavía espera a su amor...

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